Rey digo, por último, pero Rey por la Gracia de Dios y no por la Gracia de la soberanía nacional. Esto no es una vana fórmula, como quieren hacer creer algunos tontos o algunos malos, sino que con formas esencialmente diferentes, la primera es conforme a la fe católica; la segunda, en el sentido del liberalismo, es contraria a la fe.
Además, el liberalismo, negando toda ley y todo derecho de origen divino, afirma que todo esto emana de la soberanía nacional. Nosotros, al contrario, sostenemos con la Iglesia Católica que como todo poder viene de Dios, también de Él vienen los deberes y los derechos de los Reyes y de los pueblos. Dios, como Criador y Señor absoluto de todo lo criado, ha impuesto leyes sapientísimas a todas sus criaturas, y también al hombre racional leyes conforme a su naturaleza. Estas leyes, ya sean naturales, ya tiendan a un fin sobrenatural, son nuestros deberes, y entre éstos se encuentran los de los Reyes para con sus súbditos, a semejanza de los recíprocos deberes de los padres para con los hijos y de los hijos para con los padres.
Pero de tal manera enlazado, que los deberes de los unos dicen relación a los derechos de los otros, y los derechos de estos imponen deberes a aquellos. Pero como Dios es el Señor absoluto, Él es también quien impone el deber y la obligación a los unos y a los otros, de manera que respecto de Dios, Reyes y súbditos son iguales, es decir, igualmente siervos del mismo Señor. Y son deberes de conciencia, porque Dios es Señor, Criador, Padre, a quien todos debemos obedecer, sin que en esta obediencia haya nada que degrade ni al Rey ni al súbdito, antes bien mucho que lo eleve y engrandezca, siendo cosa nobilísima servir a un Dios de infinita majestad, y cosa justísima y santísima obedecer a nuestro común Padre Celestial. Según esta nuestra doctrina católica, los súbditos miran a sus Reyes y demás autoridades legítimas como a representantes de Dios en la tierra, puesto que, «de Dios viene toda autoridad, como también toda Paternidad» ; y las autoridades legítimas miran recíprocamente a sus súbditos como a hijos de Dios y como a hermanos, llamados todos a la participación de la misma herencia celestial. Por consiguiente, según nuestros principios, los súbditos no obedecen jamás ni en lo espiritual ni en lo temporal a un hombre, obedecen únicamente a Dios o al hombre por Dios; ni las leyes ni las autoridades legítimas mandan puramente como hombres, sino como representantes de Dios. Esta teoría católica no sólo es conforme a la recta razón, sino también noble y magnífica; pues en lugar de rebajar al Rey y al súbdito los engrandece admirablemente.
Al contrario, según los principios del liberalismo, todo es pequeñez y bajeza. Para que haya sociedad ordenada es necesario que haya sumisión y obediencia; mas esta obediencia en el liberalismo no puede existir o es sola obediencia de esclavos; es la obediencia de un hombre a otro hombre y una obediencia forzada porque los liberales son todos autónomos y soberanos; por consiguiente, iguales e independientes. Si obedecen, pues, a las autoridades, si observan las leyes emanadas de esas autoridades, no pueden obedecer sino haciendo violencia a sus mismos principios. Pero como nada ilógico y violento es durable, los liberales, consiguientes con sus principios, proclaman el derecho de rebelión, y, para los mismos, toda autoridad es despotismo o tiranía. De aquí donde se sigue naturalmente que haya cada día un motín y cada año una revolución, y los que esto proclaman y esto hacen, lógicamente tienen razón, porque obran según los principios de las mismas autoridades contra los cuales se rebelan.
Además no hay cosa sobre la cual haya discutido, o mejor diré, aunque con expresión vulgar, sobre la cual haya charlado tanto el liberalismo como sobre el absolutismo de los Reyes por la Gracia de Dios; y, sin embargo, según nuestros principios monárquico-religiosos, un Rey católico no puede ser propiamente absoluto.
Su poder, primeramente, está limitado por todos sus deberes para con el Señor Supremo, y por sus deberes para con sus súbditos. En segundo lugar, tienen una limitación general que abraza mil y mil casos particulares, pues antes que Rey es padre de los pueblos que Dios le ha confiado, y como Rey y como padre debe querer todo el bien posible a su pueblo y alejar de él, en lo posible, todo el mal. Es decir, que en este caso sería un poder absoluto para el bien y un poder nulo para todo lo malo. No es esto sólo, sino que, debiendo ser, como es nuestra España, Rey católico y el primero, digámoslo así, de entre los católicos, está obligado a seguir los preceptos del Evangelio y a observar las leyes de la Iglesia respecto de la cual es hijo y súbdito. Ahora bien, estas mismas leyes divinas y eclesiásticas pondrán también ciertos límites a su poder, debiendo, so pena de dejar de ser católico, respetar los derechos que Dios mismo ha conferido inmediatamente a su Iglesia. En fin, los fueros y privilegios de varias provincias coartaron siempre más o menos el poder absoluto de nuestros Reyes, de manera que apenas hubo Rey en Europa que fuera menos absoluto que los Reyes de la España católica.
Y bien entendido que paso en silencio nuestras Cortes, que no sólo no fueron abrogadas, sino que las hubo hasta mi abuelo Carlos IV; y hubieran continuado si no hubiese invadido a nuestra Patria el liberalismo extranjero.
Paso, pues, en silencio nuestras Cortes porque se me puede responder que, siendo solamente consultivas, no limitaban el poder real. Sin embargo, leyendo imparcialmente nuestra historia, se ve que ellas ponían ciertos límites al poder absoluto. Aquella fórmula «obedézcase y no se cumpla» de que no rara vez se sirvieron nuestros Consejos con respecto a ciertos decretos o providencias reales cuando éstas contenían alguna cosa contraria a lo decretado en Cortes, o contra los fueros y privilegios de provincias y ciudades, demuestra evidentemente que las decisiones de las Cortes ponían también ciertos límites al poder absoluto de los Reyes.
Y obsérvese bien que aquellas palabras «obedézcase y no se cumpla» no fueron una pretensión orgullosa de nuestro Consejo, sino que, cosa singularísima que acaso no se halle en ninguna otra nación de Europa, son una ley hecha por el Rey Don Juan I, en las Cortes de Burgos, en 1379. Y lo mismo en otros términos fue dispuesto más tarde por Felipe V, el cual «no deseando, dice, más que el acierto, cargaba la conciencia de los consejeros de Castilla si no llegaban hasta a replicar contra sus reales disposiciones cuando no las hallaban conformes a justicia» (Ley 5, lib. IV, tit. IX, Novis. Recopil.) Concluyo, pues, que nuestros Reyes, por la Gracia de Dios, no fueron jamás absolutos, en el sentido que el liberalismo da a esta palabra.
Al contrario, el liberalismo, siguiendo sus principios, no sólo es absoluto, sino despótico, sino tiránico. El liberalismo es puro absolutismo porque se atribuye a sí un poder que no le viene de Dios, de quien prescinde, no del pueblo soberano, porque a éste no se le concede sino el vano y ridículo derecho de depositar una boleta en una urna electoral; derecho que se hace nulo por las mil intrigas, amaños, promesas, amenazas y a la vez golpes y heridas en las elecciones. Después de esto el liberalismo se arroga poderes absolutos, pues en las cámaras la minoría queda anulada por la suma mayor, es decir, por la fuerza; y la mayoría misma pende como niño del labio de un ministro responsable y, por esto, omnipotente. Por igual razón el liberalismo es siempre despótico; porque la mayoría, pendiente de un ministro omnipotente, impone su voluntad a millones de voluntades, que por ser el mayor número tendrían más derecho de mandar y de gobernar que el ministro todopoderoso que les impone la ley. Además, el liberalismo es despótico porque, desprestigiando toda autoridad y desencadenando las pasiones como hace siempre en todas partes, en último resultado no queda elección sino entre la anarquía o la dictadura militar; dictadura que ha sido, de hecho, el Gobierno de España desde hace treinta años hasta el día. Por fin, el liberalismo principió generalmente en todas partes por ser tiránico, imponiendo leyes inicuas. De una plumada arrojó de España a unos 20.000 religiosos de sus conventos, obligándoles a expatriarse o a morir de hambre. De otra plumada despojó a la Iglesia católica de todos sus bienes, incluyendo en esa expoliación el patrimonio de las vírgenes consagradas a Dios. Lo mismo está haciendo ahora el liberalismo en Italia, y lo ha hecho antes en otras partes. Por todo lo cual se ve que el liberalismo moderno es por esencia absolutista, despótico y a la vez tirano; mientras que los Reyes católicos no pueden serlo sino por excepción de la regla y faltando a sus propios principios. Y ¿por qué? Porque nosotros, confesando que todo el poder viene de Dios y que los derechos y deberes de los Reyes y de los súbditos tienen origen divino, no reconocemos más Rey absoluto que Dios, de quien todos dependemos; en lugar de esto, el liberalismo, proclamando la libertad e independencia de la razón con la soberanía nacional, queriendo, sin embargo, gobernar, tiene que echar mano de la fuerza bruta o de la dictadura.
Doña María Teresa de Braganza y Borbón, extracto de la Carta a los españoles de la Princesa de Beira, 25 de septiembre de 1864.