La abominación desoladora

«Temo que el día en que se apague una lucecilla que arde en la colina del Vaticano, lanzando melancólicos resplandores sobre la iniquidad de un mundo ingrato; el día en que −cumplida la misión providencial de haber llevado hasta el último límite la misericordia divina para preparar el camino de la justicia− la luz se apague, puede ser que un viento de muerte sacuda la pesada atmósfera que gravita sobre las almas, y que, en el momento en que una turba insensata, acaudillada por los apóstoles de la impiedad, escale los muros del templo para arrancar de la techumbre social la cruz de Cristo, que es y será siempre el pararrayos espiritual contra todas las tempestades de la vida, puede ser que una nube sombría y tormentosa invada los horizontes y los ilumine súbitamente con la centella que rasgue sus entrañas, para que veamos avanzar sobre el suelo, calcinado por la revolución, de esta Europa apóstata y cobarde una ola negra, muy negra, coronada de espumas ensangrentadas, que arrastre, entre sus aguas impuras, astillas de tronos y fragmentos de altares, y que dé comienzo a una noche funeral que se cierna sobre la tierra y parezca interrumpir la historia».

Juan Vázquez de Mella, 29 de julio de 1902 en Santiago de Compostela.

 Vázquez de Mella, el Verbo de la Tradición, pronunciaba estas proféticas palabras hace ya más de cien años. Él vivió el siglo XIX, el siglo de la impiedad y el ateísmo, de las revoluciones liberales, del capitalismo salvaje y el marxismo deshumanizante. El siglo XIX, hijo del masónico e iluminista siglo XVIII, fue letal para España; la Cristiandad Hispánica quedó hecha añicos por las guerras napoleónicas, el desmembramiento de las provincias de ultramar, las intrigas y torpezas de los liberales y, ante todo, por la ceguera espiritual sobrevenida con la pérdida del ideal cristiano. España, otrora brazo de Dios en la Tierra, donde no se ponía el sol, pasó a convertirse en una potencia de segundo orden, ninguneada, cuyas élites —traidoras al sentido histórico de nuestra Patria, la luz del Evangelio—, estaban desnortadas por las luces de Voltaire. 

El Carlismo, cuyo líder intelectual por aquel entonces era el propio Vázquez de Mella, tuvo la fuerza y el arraigo popular para sostener tres guerras civiles contra la Revolución, que contaba con los mandos militares y las instituciones del nuevo Estado liberal. Sin embargo, pese al implacable avance y desarrollo del liberalismo, había por aquel entonces, como nos recuerda Mella, algo que desgraciadamente se ha perdido, esa «lucecilla que arde en la colina del Vaticano, lanzando melancólicos resplandores sobre la iniquidad de un mundo ingrato». «Lucecilla» que aún daba esperanza a una Iglesia militante que trataba de sobrevivir en un mundo ya transformado, y hostil a la Religión.

Los enemigos de Cristo, atacaron a la Iglesia por el doble método, de la persecución por un lado, y el de una infiltración que buscaba distorsionar y cambiar la Fe Católica por otro; con un pseudocatolicismo liberal que pretendía suplantar a la Verdadera Fe. Sobre esto último dijo el Papa Pío IX en 1871: «Debo decir la verdad a Francia. Hay en ella un mal más temible que la revolución de la Commune, con sus hombres escapados del infierno, que han paseado el fuego por París. Este mal es el liberalismo católico». Este liberalismo católico fue cogiendo fuerza con la expansión del modernismo, definido por San Pío X como «el colector de todas las herejías», y contra el que este Papa emprendió una Cruzada para tratarlo de extirpar de la Iglesia. La gran encíclica de su pontificado, Pascendi, trata exclusivamente esta problemática. En síntesis, el modernismo es una concepción subjetivista, circunstancial, sentimentalista y revolucionaria de la Religión, que niega los dogmas de la Iglesia, adaptándola a los parámetros del pensamiento filosófico moderno y que deconstruye la Religión, haciendo de ella, finalmente, una autorrevelación personal. 

Este modernismo, frenado por San Pío X, empezó a permear fuertemente las sociedades católicas y la Iglesia durante el pontificado de Pío XII, Papa que trató de atajarlo, pero sin el vigor de San Pío X, y en un contexto aún más adverso que el de principios del siglo XX. En 1958, cuando Juan XXIII accedió a la Silla de Pedro, los modernistas remataron la faena, y su control sobre las estructuras físicas de la Iglesia se fue haciendo casi total. El Vaticano II marca, en este sentido, un antes y un después, una cesura en la Iglesia. En los años 80, tras el posconcilio, el profesor Rafael Gambra dijo al respecto «es dudoso que se pueda hablar ya en España de una verdadera jerarquía (de la Iglesia) católica». Con Francisco, parece que hemos llegado ya al culmen de todo este proceso, con una apostasía incluso más abierta y descarada, y una servidumbre absoluta a las élites globalistas al servicio del Sanedrín.

Los carlistas, tenemos en puridad una serie de posiciones políticas que no son sino extensión de nuestra Fe. Y tenemos claro que, sin una unidad moral en la sociedad —como explicaba Aristóteles en su Política—, la convivencia y la armonía sociales se hacen imposibles. Esta unidad moral se ha de articular en torno a la Religión Verdadera, la católica. Pero si en medio de este caos no hay una mínima claridad sobre la Fe que profesamos y cómo podemos vivirla en una atmósfera social actual irrespirable y venenosa, nos acabaremos perdiendo. Por tanto, consideramos que estos son algunos de los puntos a tener en cuenta para mantener la Fe:

En primer lugar, la doctrina; tenemos lo que necesitamos y debemos saber para salvarnos, en los viejos catecismos que aprendieron nuestros abuelos, y que tan entrañablemente recibieron de las generaciones que les precedieron, generaciones de gentes humildes, muchas veces analfabetas, pero que en su primera comunión ya eran más piadosas y conocedoras de la Religión que los mozuelos de la «generación mejor preparada», ya adolescentes, que reciben hoy la Confirmación. 

Antes de ahondar en otras alturas teológicas, sería bueno hacerse con un viejo catecismo de los de antes; el de Ripalda, el de Astete o ya, más avanzado, el de San Pío X. Es una pena ver a tantos supuestos católicos, e incluso tradicionalistas, desconocedores de lo más básico, a saber: los artículos de la Fe, los mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia, los pecados capitales, las oraciones más elementales, las obras de misericordia, etcétera. Decía el Santo Cura de Ars que muchas almas se condenan por desconocer estas cosas, no hay duda de que el Infierno se ha ensanchado en los últimos tiempos por esta razón (entre otras). Y ya profundizando más, los manuales de apologética y teología anteriores a 1960, las encíclicas previas a Juan XXIII, especialmente las que van de Gregorio XVI a Pío XII, el Enchiridion Symbolorum… y yendo a cuestiones de índole más política, tenemos a los autores tradicionalistas; Enrique Gil y Robles, Marcelino Menéndez Pelayo, Balmes, Donoso Cortés o el propio Vázquez de Mella, y más actuales: Elías de Tejada, Miguel Ayuso, José Miguel Gambra, etcétera. 

En segundo lugar, la liturgia; la Santa Misa es el acto de adoración supremo del culto católico. El Novus Ordo Missae (la nueva misa impuesta por Pablo VI en 1969) «se aleja de modo impresionante, tanto en conjunto como en detalle, de la teología católica de la Santa Misa» (Fragmento del Breve examen crítico de los Cardenales Ottaviani y Bacci de 1969). Es una misa protestantizada, muy similar a lo que se puede encontrar en cualquier templo calvinista o anglicano, reflejo del modernismo litúrgico, de impronta antropocéntrica y protestante, contraria a la tradición católica. Debemos asistir a la Santa Misa de siempre, codificada en el Sacrosanto Concilio tridentino y que fue establecida perpetuidad por el Papa San Pío V en 1570. Es, teológica e históricamente, la Misa Católica por excelencia (sin por ello hacer menosprecio a otros ritos tradicionales venerables, como el mozárabe).

En tercer lugar, las costumbres; lo que nos recuerda la Epístola de Santiago; «una Fe sin obras, es una Fe muerta», y lo que encontramos en la sabiduría de los refraneros y dichos populares; obras son amores, y no buenas razones. Tenemos que ser consecuentes con la Fe en este mundo anticristiano. Sería ocioso y demasiado largo, citar cada uno de los problemas de nuestra sociedad secularizada, a los que debemos hacer frente para evitar contagiarnos del mundo, pero sí señalaremos algunos de los principales. Lo único absoluto que existe hoy en día es un relativismo desprovisto de referentes morales y orientado por las bajas pasiones y el indiferentismo religioso, que ha hecho perder el sentido común. Además de cumplir con el Magisterio de la Iglesia, hoy debemos prestar especial atención y ponernos en guardia frente a estos cuatro grandes problemas, a saber: la idiotización y aborregamiento de las masas, la hipersexualización social, la paganización de las costumbres y la cultura de la muerte. Sólo hay que echar un ojo a la juventud de nuestro tiempo, para constatar cada uno de estos puntos. Entre la pornografía que se bestializa cada vez más y la ideología de género, parida en las cavernas de la judeomarxista Escuela de Frankfurt, se ha llegado a tal grado de degeneración, que el «cambio de sexo» y demás monstruosidades del aberrosexualismo, están a la orden del día. Ya no se cree en Dios y se le ha remplazado por discotecas, videojuegos, drogas, botellones, idolatría del propio cuerpo, la televisión y hasta cultos esotérico, por no hablar de la ya mencionada «cultura de la muerte» aborto, eutanasia (muchas veces encubierta bajo el nombre de cuidados paliativos), métodos anticonceptivos y, en definitiva, una cultura que, como decía Chesterton, a la vez que exalta la lujuria prohíbe la fertilidad.

La situación es trágica, y probablemente estemos ya ante la consumación de las proféticas palabras de Vázquez de Mella. Pero, siendo fieles a Cristo, estaremos obrando bien en esta época en la que la Providencia nos ha puesto. No nos asuste la circunstancia presente, porque en Cristo está la Verdad y el puerto de salvación.