«Mantened intacta vuestra fe y el culto a nuestras tradiciones y el amor anuestra bandera. Mi hijo Jaime, o el que en derecho, y sabiendo lo que ese derecho significa y exige, me suceda, continuará mi obra. Y aun así, si, apuradas todas las amarguras, la dinastía legítima que nos ha servido de faro providencial estuviera llamada a extinguirse, la dinastía de mis admirables carlistas, los españoles por excelencia, no se extinguirá jamás. Vosotros podéis salvar a la patria como la salvasteis, con el rey a la cabeza, de las hordas mahometanas, y huérfanos de monarca, de las legiones napoleónicas. Antepasados de los voluntarios de Alpens y de Lácar eran los que vencieron en Las Navas y en Bailén. Unos y otros llevaban la misma fe en el alma y el mismo grito de guerra en los labios».
Fragmento del testamento político de Don Carlos VII, de 6 de enero de 1897.
En estos tiempos aciagos y caóticos, en los que vemos la fragilidad de los Estados modernos, cuyos moldes y estructuras filosóficas están viciadas por los errores del pensamiento moderno, pareciera que las élites revolucionarias y anticristianas que manejan los hilos del poder, han pisado el acelerador en el proceso de implementación del proyecto mundialista, que es consecuencia lógica del liberalismo y la Revolución.
España, paladín de la Cristiandad y brazo de Dios en la Tierra, ha degenerado hasta tal punto que la hiedra (la Revolución), con la que empezaba Maeztu en su Defensa de la Hispanidad, pareciera que ha devorado ya por completo a la encina (España). Los vicios más nefandos, en un clima de corrupción absoluta e imposición de los paradigmas de la posmodernidad, se han extendido e institucionalizado hasta tal punto, que no queda ya en suelo ibérico, de España, más que las iglesias y monumentos que edificaron nuestros gloriosos antepasados.
Pero Don Carlos VII, en su testamento, nos recuerda el espíritu de Cruzada inherente al Carlismo. La Unidad Católica es la Constitución de las Españas, vertebrada armoniosamente a través de la figura del Rey —no de los reyezuelos liberales y serviles a la Revolución—. Este espíritu de Cruzada, se curtió en lucha multisecular contra los infieles mahometanos durante la Reconquista, en la que emergieron los pueblos de España con vigor guerrero y cristiano. En América hicimos la obra de evangelización más grande de la historia; frente a Europa, abanderamos la Cristiandad y combatimos a los herejes por tierra y mar, siempre al servicio de la Fe. Tras el siglo XVIII, teníamos la Revolución en casa y, después de la guerra a Napoleón, se forja el mito de «las dos Españas», cuando no hay más que una España (tradicional) y una Antiespaña (revolucionaria), y frente a la Antiespaña se alzó el Carlismo, que contra viento y marea, fue y sigue siendo el remanente de nuestra España inmortal.
Y aquí estamos nosotros; los patriotas racionales, los católicos consecuentes, combatiendo a la Revolución cuando esta se encuentra ya en un estadio tan avanzado, que ha aniquilado incluso todo resquicio de la Ley Natural en la sociedad y en la legislación. Levantémonos, con el espíritu del testamento de D. Carlos VII —actualísimo— manteniendo enhiesta la bandera de Dios, Patria y Rey, porque siendo como somos, del bando del Bien y de la Verdad, triunfaremos. ¡Viva España! ¡Viva el Rey!