El carlismo contra la masonería


El pasado siete de febrero, festividad de San Romualdo Abad, adelantaba La Voz de Galicia que el Parlamento gallego había "restituído la honorabilidad de la masonería". Esta noticia, si bien no nos sorprende teniendo en cuenta que la actual Constitución (como las anteriores del XIX y, en general, como prácticamente toda constitución liberal) había sido pensada y estructurada en las logias, sí pone de manifiesto de forma clara que el Sistema no tiene tapujos en reconocerlo.

Hoy parece ser que se pretende presentar a la masonería como algo inofensivo, bienintencionado y que hoy siguen unos cuantos nostálgicos de la Ilustración y de las primeras constituciones decimonónicas, por lo que muestran a la masonería como una afición folclórica de personas cándidas y sencillas. Lejos de esta presentación interesada, sabemos bien los que somos herederos de aquellos que se han batido el cobre contra la acción diabólica de las logias, que éstas tienen un mayor poder e influencia de lo que nos tratan de reflejar las últimas muestras públicas que la masonería ha realizado.

La lucha del carlismo contra la masonería es la lucha de la Ciudad de Dios contra la Ciudad del Mundo. La masonería, relacionada de una manera estrechísima con el judaísmo talmúdico y cabalista, es lo que hoy llamarían el think tank de los enemigos de la Iglesia y de la Cristiandad. Con razón, el insigne pensador carlista Juan Vázquez de Mella afirmaba que «la logia es la antesala de la sinagoga» y San Juan Evangelista nos alertaba de las calumnias de aquellos que se denominaban judíos sin serlo y, en realidad, configuraban la sinagoga de Satanás (Apocalipsis 3: 9-13). Queda bien claro este triángulo conectado que opera en las sombras dirigido por una inteligencia angélica; aunque no debemos olvidar que obrada por humanos y que, precisamente por ello, tienen fallos, desaciertos, divisiones y derrotas.

Entre las acciones más destacadas del carlismo en su lucha contra la masonería cabría citar una interminable lista de loables intervenciones parlamentarias de sus principales líderes y caudillos. Conocidas son las de Vázquez de Mella, Nocedal padre e hijo, los artículos de Luis María de Llauder y los discursos de los Reyes de la dinastía legítima. Aunque mención especial requiere la olvidada pero honrosa y combativa acción de Marcelino Ulibarri Eguilaz, que fue presidente del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y del Comunismo, constituido por decreto de 4 de junio de 1940 y que representó el mayor freno a la acción de las logias que se dio en España desde 1833. Una muestra más de que lo bueno que tuvo el régimen liberal de Franco fue lo que trajeron los carlistas que formaron parte del mismo.

Pero si hay un hecho destacable en la historia del carlismo y de toda la contrarrevolución en general contra la masonería éste es el Congreso Antimasónico de Trento. Convocado por la Liga Internacional Antimasónica, la inauguración del Congreso tuvo lugar en la Iglesia de Santa María la Mayor de Trento y el día de la apertura se reunieron 36 obispos, 50 delegados episcopales y 700 delegados de diversas organizaciones católicas entre las que estaba la Comunión Tradicionalista y que destacaron el admirable discurso de Vázquez de Mella y la intervención en la clausura del Congreso, de Don Carlos VII, que afirmó:

«O los gobiernos europeos dan batalla a la Masonería negándole el agua y el fuego, o día llegará en que ésta, dueña de las masas sin Dios, las lanzará famélicas a la conquista del poder con más insano furor que los bárbaros de Atila, pues si éstos se detuvieron ante la mayestática figura de San León, las masas descreídas y enloquecidas por la Masonería harán tabla rasa de lo más santo y sagrado, y día también llegará que mis leales tendrán de nuevo que batir el cobre para restaurar la civilización cristiana y salvar a España».

Congreso Antimasónico de Trento
Por desgracia, casi 123 años después de estas palabras de nuestro augusto monarca, vemos cumplidas hoy sus advertencias. En 1936 ciertamente el carlismo nuevamente se alzó en Santa Cruzada. Ganada la guerra y perdida la paz, vemos como la no consolidación del triunfo en la restauración de la monarquía legítima trajo consigo una nueva Constitución. Una nueva Constitución pensada en las logias, que se ha quedado vieja ya para la dinámica revolucionaria del progreso incesante hacia el abismo y que hoy algunos se afanan por conservar. 

Por si fuera poco, nuevas y siniestras fuerzas, en nuestro país y en todo el Orbe, engañan a conservadores e incluso a algún que otro tradicionalista desnortado. Y vemos como el eje anglosionista (o lo que es lo mismo, judeoprotestante) actúa con sus partidos escoba recogiendo y aglutinando una disidencia rebelde en una masa controlada que sirve a los mismos amos que llevan dominando el Mundo desde hace dos siglos. Por ello, no nos queda otra encomendarnos al a Divina Providencia y dar el ciento por uno a la reconstrucción de la Cristiandad Hispánica pues, como decía S.M.C. Carlos VII: 

«Constituyendo una poderosísima conferedación de los pueblos Hispano-Latinos de uno y otro hemisferio, se podrá así contrarrestar la pretensión absorbente de la raza anglosajona».

También, como dijo S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón en su Manifiesto del 17 de julio del 2001:

En las Españas, la Hispanidad repartida por todos los continentes, que ha sido la más alta expresión de la Cristiandad en la historia, radica nuestra principal fuerza. A la reconstrucción de su constitución histórica y a la restauración de un gobierno según su modo de ser debemos dedicar todos nuestros empeños.

Sabemos bien que para combatir al enemigo judeomasón, cuyo músculo es el imperio anglosionista, no basta con recuperar un confesionalismo de Estado en la España peninsular, como afirman algunos que, más que tradicionalistas, son nacionalcatólicos. No; la alternativa pasa por restaurar la Monarquía Católica Universal, es decir, por retornar a la Confederación Hispánica, pueblos, reinos, virreinatos, principados y señoríos unidos por un mismo Credo y un mismo Rey. Y en esta lucha debemos permanecer, sin pactos ni mediación, hasta la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo.