El conocido «menendezpelayismo» político es una falacia muy extendida a la que han contribuido no pocas ideologías que se tildan de hispanistas, pero que en realidad responden a un nacionalismo español romántico y bruto que pretende legitimarse mostrándose con una forzada continuidad de ideales (¿con nación política y sin Rey?). Esta tendencia se resume en una dicotomía tan simple como «Austrias buenos, Borbones malos», como si de una predestinación biológica se tratase, los adheridos a esta tendencia consideran que todo Austria va a ser siempre mejor rey que un Borbón por el simple hecho de que el Borbón, por nacimiento, va a tender a ser un monarca ilustrado, centralista y decadente. En fin, un argumento tan absurdo y pobre que ni el calvinista más analfabelto sería capaz de afirmar tal estupidez.
No deja de ser paradójico ver como los defensores de la nación política, los centralistas bonapartistas, se sientan más vinculados con la Monarquía Hispánica de los Austrias que a la de los Borbones, cuando, si los Borbones representan lo que ellos dicen, deberían adorarlos para ser coherentes con su ideología errada. Generalmente, los que se suman a esta falsedad histórica no le llegan a la suela de los zapatos a Menéndez Pelayo, al que respetamos enormemente y reconocemos el inmenso valor de gran parte de su pensamiento que, sin embargo, no está exento de errores como el que en este escrito señalamos. Y es que el propio análisis histórico tumba con una facilidad pasmosa este mito.
Empezando por la Guerra de Sucesión, si bien es cierto que, en un principio y en lo que respecta al sentir popular, lo más puramente hispánico, lo que implicaba la continuidad de la Monarquía Católica de reinos, era el bando austracista; con el tiempo y sobre todo, viendo el contexto geopolítico y las naciones que ayudaron a uno y otro bando, lo que vemos es que las potencias que simbolizaban la modernidad protestante-burguesa apoyaron al bando austracista y, en cambio, las monarquías que, de alguna forma y pese a las tendencias absolutistas o regalistas, luchaban por mantener el orden católico, apoyaron a Felipe V.
Así pues, la Inglaterra recientemente usurpadora y protestante de los Orange, la Inglaterra de la Gloriosa, se sumó al bando austracista. De la misma forma que lo hicieron los oscuros, protestantes y judaicos Países Bajos, la también protestante Prusia, un Sacro Imperio Romano claudicante y también tolerante con la herejía de Lutero y el Portugal aliado fiel de Inglaterra contra los intereses de la Monarquía Hispánica y, por ende, contra la Cristiandad.
Por otro lado, en el bando borbónico, vemos a la poderosa Francia de Luis XIV que, errores aparte, recatolizó la vieja monarquía gala (tomando importantes medidas contra protestantes y jansenistas y corrigiendo las escandalosas ambigüedades del siglo pasado) y tomó partido en pro de la legitimidad de la causa jacobita.
Además, si tenemos en cuenta los conflictos posteriores que se dieron durante gran parte del siglo XVIII, los bloques se mantienen bastante similares. La historiografía liberal, de corte nacionalista y reduccionista, nos lo ha planteado simplemente como una contienda por intereses nacionales, algo que no deja de ser una media verdad, pues si bien en el «siglo de las luces» el elemento egoísta del despotismo ministerial estaba patente, también es cierto que no podemos hablar de contiendas esencialmente nacionales hasta el triunfo de las revoluciones liberales a partir de la segunda mitad del XIX y que terminan llevando a la I Guerra Mundial. Por lo tanto, con los matices propios de un siglo donde las viejas monarquías cristianas estaban erosionadas por los vientos de la época, podemos decir que en el siglo XVIII todavía se vivían las guerras de religión como ha quedado anteriormente demostrado.
En consecuencia, debemos concluir que la llegada de los Borbones, fue lo mejor que le pudo pasar a la vieja Monarquía Católica. Si tenemos en cuenta además el reinado del Archiduque Carlos de Austria (que no fue mejor ni más ortodoxo que el de Felipe V, al contrario) en el Sacro Imperio y el desarrollo de los diferentes conflictos internacionales, vemos que las guerras de religión continuaron, que Felipe V (que no tardó mucho en «españolizarse») supuso un nuevo impulso para la Monarquía tras una dinastía austríaca agotada y que, a la postre, permitieron que el Antiguo Régimen se mantuviera en las Españas hasta el Golpe de Estado de 1833.
Para finalizar, no podemos obviar tampoco que Felipe V se equivocó con los Decretos de Nueva Planta (que trató de corregir con una más que generosa financiación a la Corona de Aragón, especialmente al Principado de Cataluña). Tampoco que con Carlos III y Carlos IV se vivió una época de despotismo ministerial, más por culpa de algunos ministros que por los propios reyes. Sin embargo, todos aquellos errores que pudieron traer algunos monarcas Borbones legítimos, fueron depurados con el carlismo, que demostró que la esencia del espíritu hispánico no entiende de Casas, sino de Legitimidad. No mira si hay sangre austríaca o francesa en el monarca, sino que se adhiere al que, por la Gracia de Dios, es el legítimo depositario de los Derechos sobre los reinos hispánicos.
Fueron los monarcas carlistas los que siglos después recuperaron y representaron el mejor espíritu de la Cristiandad española. Algo que viene dado por la sangre que otorga por origen y se ratifica por el ejercicio. Algo que jamás podrá tener ninguna ideología de laboratorio, ningún caudillo mediocre, ningún iluminado que innove o articule cualquier tipo de estrategia complicada y ambigua.